Al final del embarazo, la matrona con quien fui preparando mi parto en casa, me recomendó escuchar historias bonitas de partos. La verdad que me resultó difícil encontrar mujeres que tuviesen un buen recuerdo de sus partos, y que no fueran hospitalizados, muchas menos.
El parto de mi primer hijo, Álvar, fue una experiencia hermosa que me apetece compartirla con vosotras. Por si alguna andáis en la misma búsqueda que anduve yo hace unos meses, y porque creo que estas historias son de las que nos tenemos que alimentar las mujeres embarazadas y no de historias llenas de miedo de las que nos rodeamos.
Tuve un embarazo de lo más normalito. Además del hierro bajo en el último trimestre y para el que tuve que tomar algún suplemento, por lo demás no hubo ningún problema.
Siempre he sido una mujer con mucho instinto maternal, e interesada en temas de crianza, maternidad, partos, educación… desde un punto de vista consciente y respetado. En su día lancé el deseo de cuando me quedara embarazada me encantaría tener un parto respetado en casa, así que fue una opción muy presente desde el principio tanto por mi pareja como por mí. Y en cuanto se fue acercando el momento esa fue nuestra elección. Contactamos con una matrona que acompañaba partos en casa y nos pusimos en sus manos y sus consejos de seguimiento para ir creando ese vínculo, que ya nunca desaparecerá.
Puedo decir que tuve un embarazo muy feliz, incluso algo despistado. No fue hasta la semana 35 que no fui consciente de que Álvar podría aparecer en cualquier momento y que necesitaba tener un mínimo de preparativos listos para esperar tranquila en la dulce espera. Me puse las pilas y en dos semanas lo tenía listo todo en el piso donde iba a parir. Era el piso de mis abuelos, un lugar importante para mí en mi crianza de niña, y donde íbamos a pasar las semanas cercanas a la fecha probable de parto, pero no el lugar donde vivo normalmente.
Desde la semana 37 sentía una paz y tranquilidad viviendo esa dulce espera de la llegada del primer hijo. Sin miedo. Y dispuesta a recibirlo con los brazos abiertos, a escucharlo, y a sentirlo plenamente desde lo más profundo de mi corazón.
Escuchando los comentarios de “el primero o primera siempre se retrasa” o teniendo en cuenta que yo fui el primer parto de mi madre y también se retrasó, contemplé con más seguridad la probabilidad de que Álvar también se retrasaría.
Mi fecha probable de parto era un lunes 13 de marzo, y en los planes que hicimos con mi pareja, consideramos pasar la semana de antes yo en Zaragoza haciéndome nidito y él en el pueblo para encontrarnos el finde en Zaragoza y esperar juntos el supuesto retraso del nacimiento de Álvar.
Bueno, pues no hay nada como hacer planes, para que se queden planos y la vida te sorprenda cuando menos te lo esperes.
El lunes 6 de marzo, mis padres subieron a buscarme al pueblo para bajarme con ellos a Zaragoza. Fue un lunes hermoso. Me sentía muy blandita ese día, con muchas ganas de mimos. Tuve conversaciones de mucha comprensión y respeto por parte de mis padres hacia mis decisiones. El atardecer tenía una luz que me encandiló. No sé… Fue un día especial.
Esa noche la pasé en casa de mis padres para, ya al día siguiente instalarme en casa de mis abuelos, y en mis planes (esos que haces, y luego salen como salen…) estaban el no avisar a nadie de la familia de las contracciones, ni del parto hasta que Álvar no estuviese ya en nuestros brazos.
Me fui a la cama, y a las 4:00 de la mañana un retorcijón fuerte me despertó. Sentía como un dolor fuerte de regla que me transportó a los dolores de mis reglas de adolescente que calmaba a base de ibuprofenos. Pasaron 2 horas de idas y venidas al baño, de vueltas en la cama y esos retorcijones que se repetían cada cierto tiempo y yo sin saber que era. Empecé a expulsar el tapón mucoso y ahí sentí que a alguien debía de avisar, aunque solo fuese para relajarme. ¿Avisaba a mis padres que dormían en la habitación de al lado y que siendo las 6:00 de la mañana se iban a dar un susto de muerte? ¿Avisaba a David, que estaba a dos horas y media de distancia y que seguramente tendría el móvil apagado, y que poco podía hacer? Ninguna de estas opciones las veía claras. Llamé a la matrona. Ella me tranquilizó, me dijo que tratara de descansar, que esto se podía parar y quizás retomar en unos días. Así que bien mandada, traté de descansar y ahí seguí despertándome cada 10-12 minutos por las contracciones. A las 8:00 volví a hablar con Laura y ahí ya me dijo que me fuese preparando para ir al piso y que fuese avisando a David. Que iba a ser para largo, pero que había que prevenirse.
Bajé a la cocina, anuncié a mi padre que estaba con contracciones, hablé con David, mi pareja para que fuese viniendo, me duché y fuimos al piso.
Llegué y vino Feni, una amiga a la que invité al parto. Ella me deshizo las maletas, me colocó todo de la misma manera que yo habría ido haciendo a lo largo de la semana, pero en unas pocas horas. Mientras, yo pasaba las primeras contracciones en la pelota de pilates y mi padre fue en busca de los últimos preparativos que necesitábamos.
Para más “inri” en mantener el secretismo del parto (nadie de la familia sabía de mi decisión de parto en casa) apareció por casualidad mi tía en el piso viéndome sentada en la pelota y me imagino que con una cara de parturienta difícil de disimular. Evidentemente, se enteró. Es una tía especial, de la que una vez escuché que a ella le dijeron que las contracciones son como dolor de regla muy fuerte, y que ella como tuvo reglas muy dolorosas no recordaba el parto con mucho dolor. La verdad, que fue un mensaje muy potente para gestionar los dolores de las primeras contracciones.
Fui hablando con Laura, retransmitiéndole como me iba encontrando y ofreciéndose a venir en el momento que yo le dijera. Yo me sentía tranquila y con sus mensajes me eran suficientes para sentirme segura. Le comenté mi sensación de no poder controlar el pis, y sentir que me iba meando por todos los sitios, era como cuando te bajaba la regla y te pillaba desprevenida sin compresas. Después de cambiarme varias veces de braga y ropa, decidí ir con una toalla debajo del culo allí donde me fuera a sentar. Mucho más cómodo. Había roto bolsa.
Sé que a las 12:30 llegó David y mi padre se marchó a trabajar. Yo todavía estaba bastante entera. Sobre las 13:30 empecé a sentirme cansada, al fin y al cabo, llevaba desde las 4:00 de la mañana dando vueltas. Ahí recordé las palabras de Laura “trata de descansar, va para largo”. Intentaba comer algo, pero lo vomitaba en cada contracción, y sentía como que en la expulsión del vómito se relajaba la contracción. Como si vomitara el dolor por la boca, quedando después relajada.
Fue entonces que comencé a entrar en un bucle en el que entre contracción y contracción caía dormida. Puedo decir que pasé así toda la dilatación. Y fue a partir de ahí que empecé a perder la noción del tiempo y el espacio. Fui entrando poco a poco en un viaje del que aterricé en el expulsivo. Y cuando digo que perdí la noción del tiempo, quiero decir que a partir de esa hora en ningún momento supe ni qué hora era, ni cada cuanto estaba teniendo las contracciones, ni de cuanto estaba dilatada, ni cuánto tiempo llevaba así, ni cuánto tiempo me podía faltar. Totalmente perdida en otra esfera donde iba compaginando maravillosamente la intensidad de la contracción con el éxtasis de la relajación.
Después de la pelota, seguí pasando las contracciones en un sillón reclinable, donde empecé a echarme los primeros sueños. Pedí a Laura que viniese a verme y me tanteara un poquillo como me veía, así también me traía una palangana para medio sumergirme en ella y poder seguir con la dilatación en el agua. Ya me empezaba a incomodar en el sofá y mi cuerpo me pedía cambio. Vino, me hizo un tacto, el único, pues no hizo falta más. Me dijo que había borrado cuello y que ahora quedaba la dilatación, le midió las pulsaciones a Álvar y todo iba bien. Ella marchó para volver más tarde y seguí quedándome acompañada de mi pareja y mi amiga. Sí que me dijo, que iba a llegar un momento en el que sólo iba a poderme concentrar en el dolor de la contracción. Y también recuerdo sus palabras cuando me dijo que el cuerpo sostiene una intensidad de dolor de la contracción, y cuando puede asimilar ese dolor sube la intensidad, así sucesivamente, el cuerpo podía ir gestionando naturalmente los dolores de las contracciones. Como si fuese escalonado.
Feni y David me llenaron la palangana de agua caliente, más bien templada, me sumergí en ella lo que cabía de mí y ahí seguí con ese baile de contracción-relajación, cada vez más ida, cada vez más desconectada de la realidad de aquí y conectando con un espacio que no sé muy bien cómo definir… llegando a soñar, sueños imposibles de recordar.
Podía ver las ollas marrones de latón antiguas yendo y viniendo para llenarme la bañerita, como si de una película del oeste se tratara. Colocamos la bañerita en la habitación en la que ya había visualizado anteriormente, bajamos la persiana, colocamos velitas, aceite esencial de lavanda y tapada con una manta, creando una pequeña “sauna”, seguí viajando al encuentro con mi pequeño. El ambiente era especial, único. Ahora lo pienso y fue como haber ido a buscarlo para traerlo al primer tierno encuentro de una madre con su hijo.
Y silencio, mucho silencio. Silencio traducido a respeto, a admiración, veneración incluso. Respeto a una mujer trayendo a la vida a su hijo… Respeto a nuestros ritmos, al reloj que nosotros mismos fuimos marcando, a nuestros tiempos. Respeto a ese proceso tan animal, tan mamífero, tan brutal, tan natural. Respeto a ese instinto, a la que realmente sabe, a esa perfecta madre naturaleza.
Llegó ese momento en el que sólo podía concentrarme en el dolor de la contracción. Avisé a David para que llamara a Laura. Feni y David midieron los tiempos de cada contracción y eran cada 2 minutos. Yo incluso en este espacio de tiempo de relax podía llegar a roncar, y a seguir soñando. Laura vino enseguida acompañada de Eva, una doula. Recuerdo estar en el wáter cuando llegaron y ahí sí que le pedí que ya no se fuera.
Recuerdo la sensación de querer hacer cacas constantemente e ir haciendo viajes al baño. Laura me decía que era la cabeza de mi bebé presionando, pero la sensación era tan parecida que no podía dejar de ir al baño a ver si de una vez sacaba esa caca que tanto me apretaba. Si en el camino de la bañerita al baño me venía alguna contracción llamaba a David para que me masajeara en las lumbares desapareciendo así el dolor, lo recuerdo muy aliviador. Laura también me presionaba cerca del cóccix, aunque ya tenía pillado el masaje de mi pareja y solía preferir que fuese él quien me calmara.
Entre los viajes al baño y la bañerita me iba poniendo de pie a estirarme. Me apetecía de vez en cuando, aunque como realmente estaba cómoda era acurrucada en la bañera. En la palangana estaba a gusto y en el agua llevaba muy bien los dolores, pero sentía que se ralentizaba el proceso, mientras que estirándome era como que lo aceleraba un poco. Así que los fui alternando según me iba pidiendo el cuerpo. Eso sí, era salir del agua y ahí tenía a alguien, Eva o David dispuestos a taparme con una toalla seca en un abrazo, para que no cogiera frío y para que en ningún momento se rompiera ese bienestar y pudiese seguir ahí, en esa burbuja extasiada como estaba. No pude sentirme más cuidada.
Llegó un momento en el que sentí que aterrizaba, y tenía como ganas de pujar más fuertes…pero no tanto. Ahí inicié un baile, que ni ahora puedo recordar con claridad. Sí que me recuerdo de pie en la cama, con una rodilla apoyada y gritando, en cada contracción, aullando, rugiendo, con ganas de morder… Contracciones más intensas. De esa postura intenté ponerme en modo fetal boca abajo, pero no lograba quedarme tranquila. Comenté con la matrona y la doula como me sentía, como aterrizando de un viaje. Y escuché que solía ser una sensación del expulsivo. Interpreté el comentario erróneamente pensando que eso estaba por acabar, una interpretación racional que nada tenía que ver con mi momento corporal. Tuve un pequeño momento de bajón, de sentir que no era el momento que esperaba, que todavía no era el expulsivo, y que, por lo tanto, todavía faltaba un ratito más… quien podía saber cuánto.
Tras este bache decidí volverme a meter en la bañerita y seguir ahí, a mi ritmo, en esa danza que tan aprendida tenía ya. Recuerdo estar sola con David y Eva, Eva me sostenía los pies y me los levantaba en cada contracción, y David me apretaba fuerte la mano. Y en el momento de la relajación, masajes y caricias. Dulces, muy dulces y tiernas. Ninguno de los tres podemos saber el tiempo que pasamos ahí. Fue como estar los tres viajando, como si me los hubiese llevado conmigo a mi extasiado estado.
Seguía con las ganas de hacer cacas y fui al baño, me acompañó Eva. Fue sentarme en la taza y me nació de lo más profundo de mis entrañas un pujo y un gemido que todavía lo recuerdo. Y escuché como Eva me decía: “Muy bien, aprovecha ese pujo, que son muy buenos, y si te metes los dedos tocarás la cabeza de tu bebé”. Me metí los dedos y lo toqué. Ufff! Todavía recuerdo esa sensación.
Ahí vi a Laura y la miré pensando: “Cómo me diga que no puje, ahora mismo me es imposible evitarlo”. Era una fuerza sobre natural. Estaba en el expulsivo. Sólo sentía ganas de apretar, apretar y no parar de apretar hasta tener a Álvar en mis brazos. Y si por mí hubiese sido, ni de la taza del váter me habría levantado.
Saliendo del baño vi que ya me había preparado la silla de partos en la habitación y ahí sí que corroboré que ya faltaba poco. Ahora sí que sí. Llegué hasta allí como pude con ayuda de ellas. Laura se colocó por delante de cuclillas, David detrás de mí sosteniéndome en cada pujo, Eva a un lado, y Feni detrás de Laura. Tengo la imagen grabada en mi memoria como si de una foto se tratara.
Ahí solo tenía ganas de pujar, de pujar y empujar cada vez más fuerte. Escuchaba de ellas que me decían que respirase, que me sintiese como una flor abriéndome, que respirara. Me resultaba difícil controlar y respirar tanta fuerza que me nacía. En ese momento solo quería sacar a mi hijo, así me desgarrara entera.
Me preguntó Laura si quería ver cómo iba saliendo Álvar, pero dije que no. No quería sentir que mis esfuerzos no servían para nada, por si de repente no fuese a salir o algo así. Aunque inevitablemente sí que lo vi, iba mirando de reojo y pude ir viendo cómo iba saliendo la cabecita llenita de pelo negro de mi bebé.
Recuerdo el aro de fuego. Uff, que si lo recuerdo. Es el único dolor que recuerdo de todo el proceso del parto. No puedo recordar el dolor de las contracciones, me resulta imposible, pero sí la intensidad de mi vulva estirándose hasta el punto de que salga el cogote de mi pequeño. Ese dolor sí lo recuerdo.
Y bueno, una vez pasa la cabecita, sientes como pececillo resbalándose de tu cuerpo. Ese pececillo es mi hijo. Laura lo recogió, y así como lo cogió me lo puso en mis brazos.
¡Buah! Este momento es muy difícil de explicar. El momento en que coges a tu hijo por primera vez en brazos, hay que vivirlo para entenderlo. Sin más. Yo no podía parar de sonreír, ebria de felicidad, empoderada de haberlo conseguido. De haber cumplido un sueño. Sintiendo todo el poder de la feminidad más pura y la fuerza animal más salvaje. Ni lágrimas me caían… aunque sí a los que me acompañaban. Muy feliz. Mucha emoción. Con seguridad uno de los momentos más felices de mi vida.
Una vez en mis brazos enseguida cogió el pecho, y a los pocos minutos, así como le iba diciendo a Laura “¡ay! Laura que se me cae algo” salió la placenta. Todavía sin levantarme de la silla.
La placenta seguía latiendo cuando nos tumbamos en la cama. Y ahí, tumbados con David y la placenta al lado esperamos a que dejara de latir para cortar.
A partir de aquí podría seguir con todo el tema del postparto que daría para seguir escribiendo hojas y hojas. Pero quizás en otro momento.
Y con esto termino el relato de mi experiencia del parto de Álvar, para mí un momento maravilloso que volvería a repetirlo sin duda.