Yo parí a mi primera hija en un hospital público, hace cinco años. Concienciadísima de que quería un parto sin intervención, con mi plan de parto super preparado y yo sintiéndome fuerte y capaz. Llegué con 6 de dilatación, y me lo acabaron haciendo todo. Todo el protocolo hospitalario, entero: rotura de bolsa, maniobras raras para girarla dentro de mí, episiotomía, Kristeller, comentarios horribles durante el parto… Y aunque al principio pensé que había tenido un buen parto (aquí está mi bebé maravillosa), con el tiempo fui sintiendo que no había sido así. Que me habían hecho cosas que yo no había elegido, que no había querido. Que me habían metido miedo con las palabras mágicas: sufrimiento fetal. Me lo habían quitado. Mi momento y el de mi pequeña.
Cinco años después parí a mi segunda hija en casa. Yo igual de concienciada, preparada y fuerte. Más duro de lo que yo esperaba, sin duda. Doloroso, sí. Pero elegido por mí. Me sentía tan poderosa, tan tranquila, tan capaz… en ningún momento dudé, ni tuve miedo. Rodeada de dos mujeres fuertes, alentándome y ayudándome con palabras y caricias, no con invasiones ni agresiones. Con mi marido al lado, tranquilo, haciendo fotos y pasando la noche en vela a mi lado, sin estrés ni nervios. Con mi hija mayor dormida en su habitación, sin tener que trasladarla ni apartarla de nosotros en un momento tan trascendental para nuestra familia. Cuando por fin salió de mi cuerpo me sentí la mujer más feliz del mundo.
No tendré más hijos, no volveré a parir. Pero de mis dos experiencias, la que contaré con más amor y pasión sin duda será la segunda. Intentaré trasladar a mis dos hijas lo maravilloso que es ser dueña de tu cuerpo, de tu dolor, de tu fuerza… El regalo maravilloso que nos ha dado la naturaleza haciéndonos capaces de gestar y parir. Que está ahí. Que las mujeres lo podemos hacer, que podemos parir. Que eso nos hace fuertes, más generosas, mejores.